El hombre detrás del Espejo.
Sonó el molesto despertador, yo lo odiaba, tenía un pitido de chicharra aguda que despertaba al instante; salí de mis sueños como todas las mañanas.
El sol comenzaba a filtrarse por la cortina semiabierta, dilatando el sueño que se albergaba en mis pupilas; en cuanto la luz se acostumbró a mis ojos eché un vistazo al cuarto, era un desorden: libros tirados, botellas volteadas, revistas abiertas, ropa acumulada, sueños perdidos, poemas olvidados, collages incompletos, recortes, escritos y peste a polvo humedo.
Me levanté de la cama despacio, y caminé unos pasos sobre la (alguna vez blanca) alfombra que se extendía por todo el cuarto, esquivando montañas de (útiles) fragmentos de mi vida que se me elevaban al paso, el polvo escapa al contacto con mi pie, alzándose en pesadas nubes grisáceas, albergando moho, ácaros y demás porquerías, no me importó, ya estaba acostumbrado. Me dirigí hacia el baño, que parecía tener semanas abandonado; el lugar estaba hecho un desastre, montones de revistas maltratadas cubrían el suelo, había envases vacíos, las tijeras que había estado buscando el día anterior, envoltorios de comida chatarra, ropa sucia por todos lados… un caos entre el que se arrastraban escurridizas cucarachas.
Era temprano, aún me encontraba medio dormido, por eso no me fijé y al primer paso escuché un asqueroso crujido, la viscosidad inundó mi pie, esa sensación de tener algo untado me quitó la somnolencia, no quise descubrir que había pisado, me sentí sucio.
Metí el otro pié al baño, decidido a avanzar hacia el lavabo, cuidando mis pasos, así, pasé entre los calcetines sucios, las playboy viejas, los recortes de mis collages, las botellas sin cerveza y las tijeras puntiagudas, así llegué al lavamanos, arrastrando el pié, para ver si lograba limpiar lo que tenía embarrado.
Me detuve frente al lavabo y abrí la llave, simulé una cueva en mi mano, la llené de agua y me agaché para limpiar mi pie, después me lavé rápidamente, enjuagándome lo que inevitablemente había manchado mis dedos.
Una vez seguro de que mi mano estaba descontaminada (después de muchas talladas), tomé el jabón y froté mi cara, quitándome esa asquerosa grasa matinal que invade el rostro durante la noche, enjuagué mi frente, mi boca, mis ojos, mi alma; al levantar la vista me encontré, como cada mañana, al espejo del baño y al hombre detrás del espejo.
Tenía un castaño pelo largo, barba del mismo color, nariz redonda y sueños no logrados.
Esa mañana lo notaba furioso. Yo lo saludé y él permaneció en silencio, mirándome, con ojos llenos de reprimida ira.
Pasamos minutos observándonos.
Lo miré: tras él pude ver la pared de mosaicos azules, que empezaba a ser invadida por el musgo, y abajo, el mismo desordenado paisaje que existía de este lado del espejo.
-¿Porqué insistes en ponerme en tus cuentos?- preguntó al fin, llamando mi atención hacia su rostro.
Esa pregunta me tomó desprevenido, no supe que contestar, solo lo ví: sus pupilas cafés, su cabello claro, su barba desordenada; lo miré y pensé, pensé en la manera (rápida) de darle a entender que yo había empezado a escribir sólo para que él apareciera en mis cuentos, aunque nunca fuera el mismo personaje: cuando no le tocaba el protagonista, era el amigo, la situación, el lugar, el antagonista, el escenario, el amor del personaje, sus problemas existenciales, etc.
Pero siempre tenía que estar ahí.
Me quedé callado tres minutos sin saber que responderle.
Él me miró un momento, y después desvió la vista, la bajó hacia las tijeras de coser que usaba para mis collages, el marco del espejo no me había dejado verlas, se agachó y las tomó, me las mostró mientras se alzaba, empuñándolas, y entonces descargó todo el contenido de sus ojos: lleno de rabia se empezó a cortar el pelo.
Mechón tras mechón se clareaba el suelo de su lado del espejo.
Yo lo observé incrédulo, al que odiaba era a mí, no podía entender porqué desataba sobre sí ese odio que parecía tenerme.
Para cuando acabó con todo lo que brotaba de su cabeza, me miró de nuevo y preguntó:
-¿Aún insistes?- .
Queriendo descubrir si me había afectado la rapada que se había dado, llevé la mano a mi cabeza, y la descubrí calva, mi pelo yacía en el piso del baño.
La cara se me llenó de terror, el hombre expresó una sonrisa irónica y poco a poco fue acercando las tijeras a su barba. Le pedí que no lo hiciera, no podía soportar también perder la barba.
No accedió a mis ruegos.
Con violentos tijeretazos comenzó a limpiar de pelo su barbilla, me quedé pasmado, impotente, no supe cómo detenerlo. Cuando ya no quedaba barba visible, pasó su mano por la picante piel que acababa de trasquilar, con caricias llenas de burla.
El miedo se me convirtió en enojo, miré mi mano, sostenía unas tijeras parecidas a las del hombre, me quise vengar, no iba a dejar que siguiera castigándome. Lancé una estocada para sacarle el ojo, pero la punta metálica de mi arma se detuvo, toscamente, contra la pared de cristal.
El hombre se rió de mí, aumentándome la irritación, sacó su lengua con ademán de grosería infantil, la mostró varios segundos y se la cortó de un tajo.
Sentí un escalofrío en mi lengua y luego dolor, mucho dolor; chorros de sangre escapaban de mi quejosa boca, solté las tijeras, como pude me llevé una mano a la cara, para detener la hemorragia y cerré el puño con la otra, lleno de cólera, de furia; sin pensarlo golpee el espejo, solo escuché un crujido, la imagen del hombre se multiplicó en pedazos, que comenzaron a caer, reclamados por el polvoso suelo. Ví mi puño ensangrentado, no sentí dolor, era tan fuerte el que explotaba tras mis dientes que no podía sentir otra cosa. Salí corriendo del baño, dejando caminos de sangre, pisé otra cucaracha, pateé tres pantalones, tropecé con mi cama, caí de cabeza, sentía que el ardor me quemaba, y mi cuerpo iba abandonando sus fuerzas, no me pude levantar, tenía los brazos fríos y la fuente carmín, en que se había convertido mi lengua, regaba de color la grisácea alfombra.
Desperté en el hospital, con la mano vendada, y la boca hinchada de sangre coagulada.
No pude volver a hablar.
No volví a escribir.
No quise volver a ver al hombre detrás del espejo.
Jorge R. Negroe Alvarez.
Sonó el molesto despertador, yo lo odiaba, tenía un pitido de chicharra aguda que despertaba al instante; salí de mis sueños como todas las mañanas.
El sol comenzaba a filtrarse por la cortina semiabierta, dilatando el sueño que se albergaba en mis pupilas; en cuanto la luz se acostumbró a mis ojos eché un vistazo al cuarto, era un desorden: libros tirados, botellas volteadas, revistas abiertas, ropa acumulada, sueños perdidos, poemas olvidados, collages incompletos, recortes, escritos y peste a polvo humedo.
Me levanté de la cama despacio, y caminé unos pasos sobre la (alguna vez blanca) alfombra que se extendía por todo el cuarto, esquivando montañas de (útiles) fragmentos de mi vida que se me elevaban al paso, el polvo escapa al contacto con mi pie, alzándose en pesadas nubes grisáceas, albergando moho, ácaros y demás porquerías, no me importó, ya estaba acostumbrado. Me dirigí hacia el baño, que parecía tener semanas abandonado; el lugar estaba hecho un desastre, montones de revistas maltratadas cubrían el suelo, había envases vacíos, las tijeras que había estado buscando el día anterior, envoltorios de comida chatarra, ropa sucia por todos lados… un caos entre el que se arrastraban escurridizas cucarachas.
Era temprano, aún me encontraba medio dormido, por eso no me fijé y al primer paso escuché un asqueroso crujido, la viscosidad inundó mi pie, esa sensación de tener algo untado me quitó la somnolencia, no quise descubrir que había pisado, me sentí sucio.
Metí el otro pié al baño, decidido a avanzar hacia el lavabo, cuidando mis pasos, así, pasé entre los calcetines sucios, las playboy viejas, los recortes de mis collages, las botellas sin cerveza y las tijeras puntiagudas, así llegué al lavamanos, arrastrando el pié, para ver si lograba limpiar lo que tenía embarrado.
Me detuve frente al lavabo y abrí la llave, simulé una cueva en mi mano, la llené de agua y me agaché para limpiar mi pie, después me lavé rápidamente, enjuagándome lo que inevitablemente había manchado mis dedos.
Una vez seguro de que mi mano estaba descontaminada (después de muchas talladas), tomé el jabón y froté mi cara, quitándome esa asquerosa grasa matinal que invade el rostro durante la noche, enjuagué mi frente, mi boca, mis ojos, mi alma; al levantar la vista me encontré, como cada mañana, al espejo del baño y al hombre detrás del espejo.
Tenía un castaño pelo largo, barba del mismo color, nariz redonda y sueños no logrados.
Esa mañana lo notaba furioso. Yo lo saludé y él permaneció en silencio, mirándome, con ojos llenos de reprimida ira.
Pasamos minutos observándonos.
Lo miré: tras él pude ver la pared de mosaicos azules, que empezaba a ser invadida por el musgo, y abajo, el mismo desordenado paisaje que existía de este lado del espejo.
-¿Porqué insistes en ponerme en tus cuentos?- preguntó al fin, llamando mi atención hacia su rostro.
Esa pregunta me tomó desprevenido, no supe que contestar, solo lo ví: sus pupilas cafés, su cabello claro, su barba desordenada; lo miré y pensé, pensé en la manera (rápida) de darle a entender que yo había empezado a escribir sólo para que él apareciera en mis cuentos, aunque nunca fuera el mismo personaje: cuando no le tocaba el protagonista, era el amigo, la situación, el lugar, el antagonista, el escenario, el amor del personaje, sus problemas existenciales, etc.
Pero siempre tenía que estar ahí.
Me quedé callado tres minutos sin saber que responderle.
Él me miró un momento, y después desvió la vista, la bajó hacia las tijeras de coser que usaba para mis collages, el marco del espejo no me había dejado verlas, se agachó y las tomó, me las mostró mientras se alzaba, empuñándolas, y entonces descargó todo el contenido de sus ojos: lleno de rabia se empezó a cortar el pelo.
Mechón tras mechón se clareaba el suelo de su lado del espejo.
Yo lo observé incrédulo, al que odiaba era a mí, no podía entender porqué desataba sobre sí ese odio que parecía tenerme.
Para cuando acabó con todo lo que brotaba de su cabeza, me miró de nuevo y preguntó:
-¿Aún insistes?- .
Queriendo descubrir si me había afectado la rapada que se había dado, llevé la mano a mi cabeza, y la descubrí calva, mi pelo yacía en el piso del baño.
La cara se me llenó de terror, el hombre expresó una sonrisa irónica y poco a poco fue acercando las tijeras a su barba. Le pedí que no lo hiciera, no podía soportar también perder la barba.
No accedió a mis ruegos.
Con violentos tijeretazos comenzó a limpiar de pelo su barbilla, me quedé pasmado, impotente, no supe cómo detenerlo. Cuando ya no quedaba barba visible, pasó su mano por la picante piel que acababa de trasquilar, con caricias llenas de burla.
El miedo se me convirtió en enojo, miré mi mano, sostenía unas tijeras parecidas a las del hombre, me quise vengar, no iba a dejar que siguiera castigándome. Lancé una estocada para sacarle el ojo, pero la punta metálica de mi arma se detuvo, toscamente, contra la pared de cristal.
El hombre se rió de mí, aumentándome la irritación, sacó su lengua con ademán de grosería infantil, la mostró varios segundos y se la cortó de un tajo.
Sentí un escalofrío en mi lengua y luego dolor, mucho dolor; chorros de sangre escapaban de mi quejosa boca, solté las tijeras, como pude me llevé una mano a la cara, para detener la hemorragia y cerré el puño con la otra, lleno de cólera, de furia; sin pensarlo golpee el espejo, solo escuché un crujido, la imagen del hombre se multiplicó en pedazos, que comenzaron a caer, reclamados por el polvoso suelo. Ví mi puño ensangrentado, no sentí dolor, era tan fuerte el que explotaba tras mis dientes que no podía sentir otra cosa. Salí corriendo del baño, dejando caminos de sangre, pisé otra cucaracha, pateé tres pantalones, tropecé con mi cama, caí de cabeza, sentía que el ardor me quemaba, y mi cuerpo iba abandonando sus fuerzas, no me pude levantar, tenía los brazos fríos y la fuente carmín, en que se había convertido mi lengua, regaba de color la grisácea alfombra.
Desperté en el hospital, con la mano vendada, y la boca hinchada de sangre coagulada.
No pude volver a hablar.
No volví a escribir.
No quise volver a ver al hombre detrás del espejo.
Jorge R. Negroe Alvarez.
PD: Feliz Navidad, Año Nuevo, Reyes, Hannuka, No Cumpleaños y todo lo demás...
6 comentarios:
OralE!, que buen cuento, sabes me pude imaginar palabra por palabra toda una atmosfera de desesperación, descuido hacia la persona, me gusta leer este tipo de historia espero que sigas escribiendo de esa forma o mejor, de los blogs que he leido de tu salón , hasta ahora, El tuyo es el más desente, te mando saludos, SUERTE!
Atención Mabel (Amiga de Aldo) que padre que diste con mi blog, quisiera ver si también tienes uno, o pasame tu mail, para charlar... me despido-- Jorge Negroe (El primo de Aldo)
Quiobo Negroe!!!
Me encantó la parte en la que el tipo se corta la lengua, me hizo sentir escalofríos al imaginarme el dolor y la sangre. Vientos muchacho!!!!
Cuídese.
Wow! que buen cuento, de verdad, shida forma de meterte a un ambiente, feliz año nuevo! ciao
Cuida la repetición del verbo "volver" en el remate... causa ruido la cacofonía y creo que podría funcionar mejor si evitas la repetición.
Vas bien, chamaco. Fuerte abrazo.
Buen cuento Chiks, ya sabes lo que opino de como escribes :)
Te quiero, saludos!
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