3/25/2008


Proximamente más literatura...


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Esa maldita obsesión por la fotografía.

3/04/2008

Arena América.
A mi Padre

-¡Papá, papá! ¡llévanos a las luchas!- me dijeron José y Manuel, cuando el mayor cumplió diez años; la petición me tomó de sorpresa, pues no recordaba haberles hablado de eso en mucho tiempo.
-¿Las luchas?- pregunté extrañado.
-¡Sí, las luchas¡ donde saltan desde las cuerdas para hacerles planchas a los otros luchadores- exclamó emocionado José
- y luego se aplican las llaves hasta que el réferi cuente tres- interrumpió Manuel
-entonces se agarran a sillazos mientras la gente grita y luego… - continuó rápidamente José
Me pareció curioso que supieran tanto sobre algo que nunca habían presenciado, pero en la escuela los niños se enteran de todo.
Cuando mis hijos repitieron la petición, una ola de recuerdos me invadió.
Me acordé de mi infancia en la Colonia Agustín Melgar; de José Esteva, mi papá, que siempre se iba de borracho; de María Gómez, mi mamá, que por cualquier cosa discutía; de la “Arena América” que teníamos cerca de la casa y de “Tornado”, el luchador más famoso de la ciudad.
Todos los domingos, a partir de que cumplí diez años, mi papá me tomaba de la mano para ir hasta la Arena América, donde pagaba la entrada más barata y me sentaba a su lado. Ese lugar se llenaba tanto de vecinos como de personas que venían del otro lado de la ciudad para lo mismo, ver las máscaras volar.
A pesar de que siempre me había imaginado esa bodega de paredes descascaradas, la primera vez que me llevaron no me gustó y terminé vomitando, pero poco a poco me fui acostumbrando al griterío, al eterno olor a orines, a los gordos vendedores de cerveza y a las peleas que frecuentemente ocurrían en la salida. A lo que nunca me acostumbré, fue a que José (mi padre) ocupara de excusa el espectáculo para (durante la segunda lucha exactamente) buscar a su compadre Tacho Pérez, tomarse unas cervezas y luego dejarme solo el resto del tiempo; yéndose a no sé dónde.
Al principio me daba mucho miedo, pero la emoción de ver a Tornado me hacía aguantármelo hasta el final. Amaba verlo volar sobre sus oponentes, para caer aplicándoles la llave de rehilete que habían bautizado con su nombre; inevitablemente hacía que se rindieran mientras el público escupía aplausos y hurras. Su principal rival era “Máscara Negra”, un chaparro medio musculoso que siempre hacía cualquier cosa no permitida para ganar.
Después de cada lucha esperaba a que regresaran por mí, pero José nunca llegaba; entonces tenía que caminar solo las tres cuadras que separaban la Arena de mi casa. Casi era tradición que una hora después Tacho lo llevara cargando, apestando a alcohol y completamente golpeado. Entonces mi mamá se ponía a llorar, lloraba porque odiaba las luchas, odiaba que mi padre me incitara a verlas y odiaba que siempre regresara en el mismo estado. En esas ocasiones yo lo aborrecía mucho más que a Máscara Negra.
José Esteva no trabajaba, se iba todo el día a hacer pesas en el sucio gimnasio de la colonia y había veces que no se le veía por varios días. Mi mamá decía que el dinero que mi padre llevaba a la casa era robado, yo le creía.
Así pasaron mis domingos, asistiendo a la Arena América para ver desaparecer a José, y luego descubrirlo borracho y lastimado. Tacho sólo nos decía que no lo dejáramos tomar tanto porque se ponía agresivo.
Fue precisamente un domingo cuando cumplí dieciseis años, como era tradición lo festejé en las luchas. Ese día Tornado celebraba diez años en los rings, y yo compartía su felicidad. Mi padre compró boletos en primera fila, -Te van a caer los luchadores encima- me dijo enseñando sus sucios dientes, ese día aguantó un poco más conmigo, al terminar la tercera pelea se levantó de su asiento y me dejó con un refresco de acompañante.
Para este evento había una cartelera equivalente a la ocasión, montones de luchadores subían y caían del ring. Fue la primera vez que vi a la Arena tan limpia, con carteles del festejado por todas partes, luces nuevas y hasta un olor a detergente más fuerte que el de orines. Pero el principal espectáculo, era el de Tornado contra su eterno rival, Máscara Negra. Esperé con tanta ansia esa pelea que la noche me pareció durar diecisiete años.
Por fin las luces se apagaron, un grupo de hombres vestidos de charro entró por la puerta que debía salir Tornado, solo se oían sus pasos rodear el ring, sorpresivamente las luces se encendieron al primer trompetazo de “las mañanitas”, la entrada se alumbró y apareció una capa blanca que brillaba más conforme se acercaba, de un salto entró al cuadrilátero con su máscara azul-blanca mientras los aplausos explotaban a mi alrededor.
Sin que lo esperáramos, una música más fuerte cubrió completamente a los mariachis, la puerta se iluminó por una pared de humo, era la entrada del rival, todos miramos con cuidado, esperando encontrarlo, pero nadie lo vio salir, hasta que un trompetazo mal dado nos hizo darnos cuenta que Máscara Negra ya golpeaba a los músicos para callarlos; fue lo más cobarde que nunca vi. Tornado saltó a defenderlos y su enemigo le reventó un violoncello en la cara. Todo había comenzado.
Máscara Negra subió al ring después de que los abucheos y una que otra patada de su oponente dejaran huir a los sangrantes mariachis. Arriba comenzaron los empujones, llaves y planchas ente uno y otro. Tornado era lanzado contra las cuerdas y recibido con manotazos en el pecho, luego se levantaba para aplicarle al rival el famoso rehilete con su nombre. La pelea parecía pareja, hasta que de entre el público se levantó otro enmascarado: “Vudú”, quien parecía haberse puesto de acuerdo con el rudo.
Vudú, frente a la mirada de la Arena, corrió al escenario para ayudarlo, pero el réferi se interpuso en el camino. Máscara Negra aprovechó la distracción y de entre sus botas sacó una manopla, sin pensarlo le partió a Tornado media máscara de un golpe. Ni aun estando en primera fila pude ver como pasaba, solo lo vi caer tapándose la cara.
Parecía que el héroe no podría festejar su aniversario, se revolcaba en el ring empapando todo de sangre. Los abucheos regresaron y para Máscara Negra eran muestra de que estaban saliendo bien las cosas. El réferi fue a ver como se encontraba Tornado, que como pudo se levantó; apoyándose en este puso los brazos al frente y con la fuerza que le quedaba empujó a su rival fuera del ring, Máscara Negra pasó entre la segunda y tercera cuerda para caer a mis pies. En ese momento tuve la oportunidad que tanto había deseado desde que lo vi por primera vez, tomé la botella de refresco que estaba bebiendo y sin importarme que se regara, se la destrocé en la cabeza imaginando que era mi papá.
Los cristales cortaron máscara y piel, el color naranja de la bebida se convirtió en rojo, dejando al descubierto un sangrante rostro moreno: el de mi padre.
Todo el odio que le tuve se me congeló y no supe qué hacer cuando los camilleros entraron a levantar el cuerpo desmayado de José Esteva.
Entonces comprendí porque desaparecía de la Arena cada vez que me llevaba y por qué siempre llegaba golpeado, en cuanto al alcohol, me contó que se lo regaba encima una cuadra antes de ver la puerta.
Con el tiempo me enteré que nunca le dijo a mi madre a que se dedicaba. Uno de mis tíos, conocido como “Vértigo” había sido luchador en el tiempo que yo acababa de nacer, murió cuando se lanzó de la tercera cuerda al momento que su rival se quitaba intencionalmente, su cabeza se deshizo en el suelo de la Arena. Nunca se recuperó de haber pedido a su hermano, por eso ella odiaba las luchas, al grado de preferir ver a mi padre de ladrón.
Ya han pasado diez años de eso. Mañana llevaré a José y Manuel a la Arena América, los llevaré a ver luchar al Hijo de Máscara Negra.

Jorge R. Negroe Alvarez.
Enero-Febrero 2008