Aún es temprano…
Cuatro de la tarde.
El sol calentando.
La ciudad: aburrida, ahogándose en desesperanzas.
Cruzo avenidas a pie. Espero el paso de los autos. Sigo veloz. Atravieso puentes. Dejo atrás ilusiones.
Avanzo rápidamente por la calle, topándome caras inexpresivas, trajes habituales y sentimientos indefinidos.
Por fin, llego al número cuatro de la calle con nombre extranjero, es un bar grande con ventanas polvosas.
Oscurecido por el smog, un cartel aún anuncia su condición de alterante escupidera de penas.
Entro sin pensar, miro el reloj de la pared: cuatro y media; estoy retrasado.
El dueño me mira desde la barra (o al menos eso me parece), su cabeza apunta hacia mí insistentemente, asiento aceptando la culpa y camino hasta el fondo; abro la puerta de la bodega; cojo un delantal sucio, amarrándolo rápidamente a mi cintura cuento las cajas de cebadas que quedan, luego comienzo mi turno.
El lugar está medio lleno, varias personas se resguardan del calor de la tarde; cigarros aromatizan el ambiente, cervezas lo concretizan.
Pequeños grupos conversan calladamente, no se les ve la boca, sin embargo sé que lo hacen: escucho retazos de monotonía.
La temperatura es bastante alta, detesto que sea verano, aún así no lo expreso.
Entre las redondas mesas algo llama mi atención: un hombre solo, vestido como los demás, se desahoga con una cerveza; me acerco a él, su cabeza está entre los brazos, la cara muestra arrugas de dolor. Conforme me aproximo, voy descubriendo una nariz grande, la boca alargada y sus ojeras marcadas.
Me observa, sus entrecerrados ojos intentan contagiar tristeza; me detengo, no sé como reaccionar, entrega la botella sin marca y pide otra igual, me alejo despacio.
Apresuro el paso a la barra, mi jefe se entretiene con alguien más, anuncio sobre el estado del hombre, describo su rostro con exactitud; luego encargo otra cerveza, sé que el dueño se sorprende pero no lo evidencia. Cuesta trabajo no expresar sentimientos.
Cojo el pedido y regreso con cuidado a la mesa del hombre, alcanzo a escuchar sollozos, volteo a mi alrededor, parece que todos lo escuchan, comienzan a dirigir sus cabezas hacia él; la atención de la tarde se posa en el espectáculo, en el sufrimiento.
Los nervios me invaden, parece que están a punto de dominarme, pongo rápidamente la botella en la mesa, el hombre tiene la cabeza agachada, no me mira, estiro el brazo para acercarle la cerveza, una gota cae en mi mano, es… ¿es una lágrima?, nunca había sentido una lágrima, el pequeño charco comienza a correr entre mis dedos, lo sacudo con prisa, no dejaré que me domine su emoción, luego me hinco frente a su cara, dos ríos escurren de sus ojos… es llanto…
Me levanto, escucho cuchicheos que se mezclan con los lamentos: desaprobación general.
Avanzo velozmente a la barra, -¡Que vergüenza de hombre!- imagino oír decir a mi jefe.
Para cuando llego, ya la conmoción ha infectado al bar, todos están atentos, incluso el dueño, quién abandona su lugar para acortar la distancia entre su incipiente curiosidad y un extraño espectáculo pocas veces visto en la ciudad.
Varios exploradores, cerveza en mano, rodean al descubrimiento.
Miro mi mano, al camino marcado por el líquido sentimiento, después tomo un trapo en la barra y lo restriego con fuerza para borrar toda prueba de llanto.
El hombre que llora siente las filosas miradas, levanta la cabeza y descubre a través de la niebla en sus ojos: todos los comensales están parados a su alrededor, demasiado cerca de él, incluso el dueño del bar, a quien ya había percibido antes, se apretuja enfrente.
El hombre detiene las lágrimas, sus irritadas pupilas se llenan de vergüenza, sin darse cuenta ha cometido el error terrible, dejarse vencer por un sentimiento, y provocando lluvia en sus ojos. Ahora todos lo han visto, no queda más que hacer.
Estira el brazo, yo lo miro, toma la botella que le llevé, la acerca a su boca y de un largo trago se bebe su contenido, sigue siendo el centro de atención.
El calor invade el bar, la botella está aún fría, el hombre la ve, observa su deforme reflejo lloroso y a los demás tras él.
La cara se le comienza a llenar de sudor, un sudor inexpresivo, imagino que es de angustia, de desesperación, de pena, de tristeza, de odio… o de todo eso junto.
Mis pensamientos se detienen mientras el hombre se restriega la botella todavía fresca en la cara, secándose el sudor y las expresiones. Miro por última vez la nariz grande, una boca alargada, sus ojeras marcadas y los ojos rojizos; miro por última vez su rostro mientras va siendo borrado por el envase de cerveza.
Enseguida vuelve a ser normal, con la cara lisa, sin signos que lo distingan de los demás, sin pestañas, labios, nariz, ojeras o cualquier otro síntoma de sentimiento.
Enseguida vuelve a estar sin cara, como todos nosotros.
La tormenta ha pasado, los clientes regresan a sus lugares, discutiendo sin emitir sonido alguno, el dueño retorna tras la barra sin rostro, como siempre, yo me acerco a la mesa del hombre, éste me mira y pide la cuenta, ya no lo reconozco, es un hombre sin expresiones, es igual a mí, igual al resto de personas aquí, igual a la ciudad.
Pongo un papel con números frente a él, después de revisarlo coloca tres sucias monedas sin símbolo y sale del lugar como si nada hubiera sucedido, nadie lo mira, a nadie le importa.
Recojo las monedas y sigo mi turno, esperando no encontrar pronto otra intolerable muestra de sentimientos.
Son las cinco de la tarde, aún es temprano…
Jorge R. Negroe Alvarez
Abril de 2007
Cuatro de la tarde.
El sol calentando.
La ciudad: aburrida, ahogándose en desesperanzas.
Cruzo avenidas a pie. Espero el paso de los autos. Sigo veloz. Atravieso puentes. Dejo atrás ilusiones.
Avanzo rápidamente por la calle, topándome caras inexpresivas, trajes habituales y sentimientos indefinidos.
Por fin, llego al número cuatro de la calle con nombre extranjero, es un bar grande con ventanas polvosas.
Oscurecido por el smog, un cartel aún anuncia su condición de alterante escupidera de penas.
Entro sin pensar, miro el reloj de la pared: cuatro y media; estoy retrasado.
El dueño me mira desde la barra (o al menos eso me parece), su cabeza apunta hacia mí insistentemente, asiento aceptando la culpa y camino hasta el fondo; abro la puerta de la bodega; cojo un delantal sucio, amarrándolo rápidamente a mi cintura cuento las cajas de cebadas que quedan, luego comienzo mi turno.
El lugar está medio lleno, varias personas se resguardan del calor de la tarde; cigarros aromatizan el ambiente, cervezas lo concretizan.
Pequeños grupos conversan calladamente, no se les ve la boca, sin embargo sé que lo hacen: escucho retazos de monotonía.
La temperatura es bastante alta, detesto que sea verano, aún así no lo expreso.
Entre las redondas mesas algo llama mi atención: un hombre solo, vestido como los demás, se desahoga con una cerveza; me acerco a él, su cabeza está entre los brazos, la cara muestra arrugas de dolor. Conforme me aproximo, voy descubriendo una nariz grande, la boca alargada y sus ojeras marcadas.
Me observa, sus entrecerrados ojos intentan contagiar tristeza; me detengo, no sé como reaccionar, entrega la botella sin marca y pide otra igual, me alejo despacio.
Apresuro el paso a la barra, mi jefe se entretiene con alguien más, anuncio sobre el estado del hombre, describo su rostro con exactitud; luego encargo otra cerveza, sé que el dueño se sorprende pero no lo evidencia. Cuesta trabajo no expresar sentimientos.
Cojo el pedido y regreso con cuidado a la mesa del hombre, alcanzo a escuchar sollozos, volteo a mi alrededor, parece que todos lo escuchan, comienzan a dirigir sus cabezas hacia él; la atención de la tarde se posa en el espectáculo, en el sufrimiento.
Los nervios me invaden, parece que están a punto de dominarme, pongo rápidamente la botella en la mesa, el hombre tiene la cabeza agachada, no me mira, estiro el brazo para acercarle la cerveza, una gota cae en mi mano, es… ¿es una lágrima?, nunca había sentido una lágrima, el pequeño charco comienza a correr entre mis dedos, lo sacudo con prisa, no dejaré que me domine su emoción, luego me hinco frente a su cara, dos ríos escurren de sus ojos… es llanto…
Me levanto, escucho cuchicheos que se mezclan con los lamentos: desaprobación general.
Avanzo velozmente a la barra, -¡Que vergüenza de hombre!- imagino oír decir a mi jefe.
Para cuando llego, ya la conmoción ha infectado al bar, todos están atentos, incluso el dueño, quién abandona su lugar para acortar la distancia entre su incipiente curiosidad y un extraño espectáculo pocas veces visto en la ciudad.
Varios exploradores, cerveza en mano, rodean al descubrimiento.
Miro mi mano, al camino marcado por el líquido sentimiento, después tomo un trapo en la barra y lo restriego con fuerza para borrar toda prueba de llanto.
El hombre que llora siente las filosas miradas, levanta la cabeza y descubre a través de la niebla en sus ojos: todos los comensales están parados a su alrededor, demasiado cerca de él, incluso el dueño del bar, a quien ya había percibido antes, se apretuja enfrente.
El hombre detiene las lágrimas, sus irritadas pupilas se llenan de vergüenza, sin darse cuenta ha cometido el error terrible, dejarse vencer por un sentimiento, y provocando lluvia en sus ojos. Ahora todos lo han visto, no queda más que hacer.
Estira el brazo, yo lo miro, toma la botella que le llevé, la acerca a su boca y de un largo trago se bebe su contenido, sigue siendo el centro de atención.
El calor invade el bar, la botella está aún fría, el hombre la ve, observa su deforme reflejo lloroso y a los demás tras él.
La cara se le comienza a llenar de sudor, un sudor inexpresivo, imagino que es de angustia, de desesperación, de pena, de tristeza, de odio… o de todo eso junto.
Mis pensamientos se detienen mientras el hombre se restriega la botella todavía fresca en la cara, secándose el sudor y las expresiones. Miro por última vez la nariz grande, una boca alargada, sus ojeras marcadas y los ojos rojizos; miro por última vez su rostro mientras va siendo borrado por el envase de cerveza.
Enseguida vuelve a ser normal, con la cara lisa, sin signos que lo distingan de los demás, sin pestañas, labios, nariz, ojeras o cualquier otro síntoma de sentimiento.
Enseguida vuelve a estar sin cara, como todos nosotros.
La tormenta ha pasado, los clientes regresan a sus lugares, discutiendo sin emitir sonido alguno, el dueño retorna tras la barra sin rostro, como siempre, yo me acerco a la mesa del hombre, éste me mira y pide la cuenta, ya no lo reconozco, es un hombre sin expresiones, es igual a mí, igual al resto de personas aquí, igual a la ciudad.
Pongo un papel con números frente a él, después de revisarlo coloca tres sucias monedas sin símbolo y sale del lugar como si nada hubiera sucedido, nadie lo mira, a nadie le importa.
Recojo las monedas y sigo mi turno, esperando no encontrar pronto otra intolerable muestra de sentimientos.
Son las cinco de la tarde, aún es temprano…
Jorge R. Negroe Alvarez
Abril de 2007